Antonio Aramayona – ATTAC CHEG Aragón
Platón creyó haber encontrado la llave para tener una sociedad justa y equilibrada, cuyos ciudadanos fueran felices. Clasificó a los seres humanos en tres clases distintas, según sus inclinaciones naturales: trabajadores, guerreros e intelectuales. Los primeros debían hacer bien aquello para lo que estaban naturalmente dotados: comer, dormir, procrear y sobre todo trabajar. Si así lo hacían, sin rechistar ni cuestionarse nada, serían felices e incluso podrían subir de escalón en próximas vidas. Los guerreros debían dedicarse para alcanzar la felicidad a cosas arriesgadas y exigentes (ejército, policía, atletismo…). Tampoco ellos debían cuestionar si aquello funcionaba bien o mal, pues para eso estaban las personas pertenecientes a la tercera clase: los capitostes, los intelectuales, los únicos dotados de una visión global y certera de la realidad, dedicados a pensar sobre el interés general de la ciudadanía. Si cada uno está en su sitio, haciendo lo que debe, la sociedad resultante es justa, feliz y equilibrada.
Desde aquel entonces, hace ya más de 2.400 años, ha habido otros muchos intentos de convencer a la gente de que lo que mejor que puede hacer es asumir su condición personal y social, así como el estado de cosas existente en su entorno, y resignarse a lo que hay (básicamente, un reducido núcleo de ricos, privilegiados y bienvivivientes, y una amplísima mayoría de currantes y sobrevivientes). Eso sí, siempre se nos ha ido repitiendo el mensaje (=la estafa) de que, si somos buenos, la situación podría mejorar en un magnífico paraíso, una vez muertos, enterrados y definitivamente calladitos.
Hoy Platón parece pasear por nuestras calles y plazas, haberse colado en los titulares de la prensa, la radio y los telediarios. Hoy parece incuestionable para mucha gente que la sociedad tiene por su propia naturaleza unas castas, otrora llamadas “clases sociales”, que no deben ponerse en cuestión por el bien de todos y el interés general de la sociedad. Ocurre, sin embargo, que estas ideas ya no las firma Platón, sino un ente con más vidas que un gato, que responde ahora al nombre de “neoliberalismo” y es adorado por una incondicional brigada de neocons.
Según ellos, los trabajadores han de trabajar, y punto. Se les da un salario para que coman, beban, vistan, salgan, consuman y procreen. Si alguno de ellos se muestra díscolo o disidente, se lo despide (ahora más barato, con menos papeleo y complicaciones, con mayor rapidez: para eso están los decretos-leyes). Se procura que haya siempre, incluso en tiempos de gran bonanza económica, una sustanciosa bolsa de desempleados, dispuestos a ingresar en el cuerpo de currantes por menor precio. Y a todo ello se le llama “libertad de contratación”, “mercado de trabajo”, “modernización de las condiciones laborales”, “adaptación a la situación laboral europea” o “medidas necesarias para salir de la crisis al medio plazo”. Viene a ser como una de las viñetas que Andrés Rábago, El Roto, nos regaló recientemente en El País: un papá, una mamá y un niño están acodados en una barandilla; el padre pregunta; “¿Os acordáis de cuando había horizonte?”. Y el niño pregunta, a su vez: “¿Cómo era, papi?”.
Hay también en nuestra sociedad y en el mundo una segunda clase de personas, a cuyo cargo están encomendadas ingentes arsenales de destrucción y toda suerte de armamento. También hay policías (nos quedamos pasmados el pasado 29 de marzo viendo el gran número de antidisturbios exhibiéndose en las aceras mientras nos manifestábamos pacífica y cívicamente). Están al servicio de los intereses de quienes manipulan los hilos del poder y del dinero, se adjudican el nombre de “seguridad”, aunque sobre todo hacen seguros a los amos del cotarro y dicen ser “fuerzas del orden”, pero se trata del orden que conviene a los ricos y los poderosos.
La tercera clase son personas muy poderosas, se indultan y se amnistían sin reparos. No quieren que se las vea, toque o moleste. Antes hablaban francés e iban diciendo “laissez faire, laissez passer”. Ahora, amparados tras el eufemismo “mercados”, hacen y deshacen a su antojo: cuando les conviene, lo público y el Estado no deben inmiscuirse en sus asuntos; cuando les interesa, exigen que se hagan cargo de sus deudas, causadas por su codicia sin limites.
Platón escribió solo para el 15% de los atenienses, los ciudadanos (un 15% de la población entre los que había también muy ricos y de limitados recursos). Se “olvidó” del resto: los esclavos (37%), los inmigrantes legales (5%) y sobre todo, de las mujeres (el resto). Hoy nos seguimos olvidando de dos tercios de la población mundial, sumida en la miseria, la carencia de alimentos, agua potable, escuelas, centros sanitarios…, esquilmados sus recursos por la voracidad de las multinacionales y los especuladores.
Sin embargo, mal que les pese a los señores del dinero y de los medios, así como a sus servidores políticos, militares y policiales, otro mundo es posible y necesario.
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