La policía catalana cada día es más original. Cuando van de uniforme
ocultan su identificación y se cubren con un pasamontañas
(comportamiento de dudosa legalidad y pésima imagen democrática). Y
cuando quieren ir de incógnito se ponen brazalete para no ser
confundidos con esos peligrosísimos vándalos quemacontenedores que a
estas horas —según nuestro pimpante consejero de Interior—, deberían
estar saqueando la ciudad por los cuatro costados. Por lo visto, se
trata de la última moda primaveral entre los cuerpos y fuerzas de
seguridad: la estética poliflauta. Anteayer había un grupito de
ellos bajo el balcón de mi casa, disfrazados de activistas antisistema
pero con una banda de color verde en el brazo izquierdo. Algo así como
el uniforme de policía secreta, ese oxímoron de libro que algunas
dictaduras bananeras llegaron a diseñar para sus guardias de la porra.
Si usted tiene la desgracia de residir estos días en el centro de la
ciudad sabrá de qué hablo. En las últimas 48 horas, el sonido de los
helicópteros no ha dejado de sobrevolar nuestras cabezas (Felip Puig
parece haberse aficionado a este medio de transporte, desde la chapuza
que organizó el año pasado frente al Parlamento catalán). A medio camino
entre Apocalipse Now y El coche fantástico, los
susodichos aparatos —que llevan de todo menos amortiguadores de ruido—,
nos han dado la tabarra día y noche. Ante esta especie de botellón non-stop
yo hubiese llamado a la policía para que acabara con el jaleo. Pero no
habrían venido, ocupados como debían de estar patrullando la urbe desde
lo alto.
Quien haya tenido que desplazarse por Barcelona estos días también
sabrá de qué hablo. Calles cortadas, atascos, furgones policiales en
cada esquina y un despliegue de uniformes y agentes de paisano con cara
de pocos amigos que ríase usted de una final de la Copa. Mi imagen del
día me pilló en el Paral·lel, donde una señora mayor afeaba la conducta
de una pareja de policías junto a su furgoneta: “¡Persiguiendo ladrones
tendríais que estar vosotros, y no protegiéndolos!”. Obviamente, dedicar
8.500 funcionarios armados para garantizar la seguridad de los 22
miembros del consejo del Banco Central Europeo, con la que está cayendo
(y con la fama de mangantes que se han ganado a pulso los banqueros)
parece un poco exagerado, y hasta un poco crispante. Sobre todo si
tenemos en cuenta que por el Raval o por el Poble Sec difícilmente no
veremos pasar a ninguno de estos señores, atrincherados como están en el
hotel Arts y en el Centro de Convenciones del Fórum. Tampoco ayuda nada
oír a las autoridades del ramo diciendo que el dispositivo se justifica
por la necesidad de proteger infraestructuras de riesgo como el Banco
de España y la Bolsa, o para evitar que la ciudad dé una mala imagen
internacional. Quizá también mejoraría la imagen si estas efusiones de
fuerza se llevaran con más discreción y menos incomodidades para los
ciudadanos de a pie que no tenemos banco propio. Como decía burlonamente
un señor en el autobús: “Mucha policía veo yo para tan poco peligro”. A
lo que respondía otro jubilado: “¿Y esto quién lo paga?”.
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