Se acabaron los milagros. No vale sentarse a esperar al siguiente ciclo. El círculo virtuoso inmobiliario no volverá. La brutal deuda privada (2,2 billones de euros) que nos ha permitido vivir a todo tren estos años, triplicando la deuda pública (0,7 billones), amenaza con derribar la débil arquitectura de nuestro Estado del bienestar entre altaneras lecciones de eficiencia y moralidad.
A dos meses de las elecciones, el debate sobre el impuesto de patrimonio provocado por el candidato Rubalcaba nos ha permitido escapar momentáneamente de la trampa de una campaña donde todo lo arregla el hada de la confianza. De nosotros depende que, desde ahora, los debates sobre nuestro sistema de bienestar no sigan reducidos a una cuestión de recortar cargos de confianza, o revender coches o inmuebles oficiales.
Asumamos la realidad. Los ingresos extraordinarios no van a volver a las arcas públicas. En plena globalización, los servicios públicos deberán financiarse al viejo estilo: con impuestos. En este entorno de recursos escasos, lo primero será la acotación de la oferta de servicios. Si queremos que los colegios sigan funcionando como contenedores multimedia donde transferir parte de los costes de la vida familiar, esto tiene un precio. Si queremos seguir usando los hospitales como depósitos donde endosar parte de nuestros costes laborales y familiares, alguien ha de pagarlo. Lo público no puede continuar siendo un lugar mágico que nunca hace falta hasta que se necesita; entonces se quiere todo y que además funcione como un duty free.
Todas las reformas fiscales acometidas durante los buenos tiempos han significado transferencias de riqueza y oportunidades hacia las rentas de capital y los más pudientes. Los ricos son más ricos y las clases media y baja son menos clase media y más baja. Las oportunidades se han redistribuido a favor de quienes ya las tenían. Resulta revelador cómo nunca hay dificultad para definir quién es rico si se trata de rebajas fiscales. Solo se convierte en un problema cuando toca pagar.
En paralelo a este desmonte de la fiscalidad del Estado del bienestar, se ha producido una voladura controlada de su legitimidad. Como bien afirma Sharpf, la revolución neoconservadora ha logrado desplazarlo de nuestra identidad colectiva. Los servicios públicos siempre son para los demás. La sanidad, la educación o la protección contra la adversidad que se financia con mis impuestos siempre son las de los demás. Cuanto más selectivo se hace el Estado del bienestar, más espacio y base pierde en nuestra identidad colectiva en la idea del país que queremos.
La reconstrucción del bienestar afronta una doble tarea. Hay que reconstruir su fiscalidad y recuperar lo público como parte de nuestra identidad. No se trata solo de pagar para obtener unos servicios. Se trata de contribuir para vivir en un modelo de sociedad basado en la igualdad de oportunidades y donde nadie queda abandonado a su suerte.
La reconstrucción fiscal del Estado del bienestar debería pivotar sobre tres ejes. El primero ha de ser la progresividad. El sistema fiscal debe exigir un esfuerzo proporcional a las capacidades y oportunidades de cada uno. No se trata solo de impuestos por servicios. La política fiscal ha de ser equitativa. Ha de amortizar externalidades y costes sociales generados por las actividades privadas. Ha de operar como un instrumento para redistribuir las oportunidades entre grupos e individuos. Una reforma fiscal que no equilibre el esfuerzo entre rentas del trabajo y del capital no merecerá tal nombre. La equidad es también el camino de la legitimidad.
El segundo pivote debe ser la eficiencia. La política fiscal es una herramienta crítica para la sostenibilidad del crecimiento económico. Necesitamos una fiscalidad que penalice la especulación y favorezca la inversión y la creación de riqueza y empleo; que encarezca la ineficiencia y posibilite la innovación. Unos impuestos que habiliten el desarrollo de nuevos mercados y nuevas fuentes de progreso y bienestar.
El tercer vector para una fiscalidad reconstruida debe ser la maximización de su potencia recaudatoria. La reforma fiscal que necesitamos debe limpiar, fijar y dar esplendor a la actual jungla regulativa, donde los impuestos se han ido dinamitando de manera controlada por la vía de la profusión reglamentaria, las exenciones y las excepciones. Precisamos una ordenación fiscal clara, sencilla y contundente en sus términos y apoyada sobre un sistema de inspección bien armado. Solo así acabaremos con el mayor cáncer de nuestra fiscalidad y nuestro bienestar, el fraude.
Este es el debate que no quiere oír, pero que solo podrá rehuir hasta el 21-N, el país que atesora más de la tercera parte de los billetes de 500 euros que circulan por la Unión. El país donde pagar es de bobos y los cobros se facilitan con IVA o sin IVA con la misma simpatía con que en los bares te ofrecen el café, solo o cortado; con la misma naturalidad con que un gobernante renuncia a cobrar patrimonio mientras despide profesores. Profesor de Ciencia Política (USC).
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