Un análisis que trata la relación de las élites políticas (su existencia cuasi perenne) y la estatalización de los partidos con el proceso electoral.
Se dice que vivimos en democracia porque podemos votar, o al menos que este es un requisito importante para ello. Esta idea se potencia deliberadamente para que se asocie democracia con voto. Aunque para los inventores de la democracia, los griegos antiguos, esto sería algo que les escandalizaría. Los griegos no concebían la democracia sin la toma de decisiones por parte del pueblo, no podían entender el sentido de pertenencia a una comunidad si los ciudadanos no se implicaban en los asuntos de ésta.
No obstante, quizás aquello fue la excepción a la norma que ha regido la historia de la humanidad; y es que ésta siempre se ha dividido en gobernantes y gobernados, tal y como afirmó en su día Gaetano Mosca. Este prestigioso filósofo político, también avistó la razón del porqué una minoría goza del privilegio de mandar sobre la mayoría. Él explicaba que las minorías organizadas (formando un todo) poseían una fuerza irresistible capaz de imponerse sobre tantas voluntades individuales de la mayoría desorganizada. Es sin duda una síntesis precisa. Además Mosca, añadía que esta minoría de gobernantes debía poseer unas cualidades, distinguiéndose así de los gobernados. En un sentido histórico, destacó, entre otros, la fuerza militar o la riqueza; elementos clave de una fuerza política organizada.
Con el tiempo se replanteó esta estructura de poder, optándose por la fórmula de la representación política. Como instrumento ineludible de la representación, nacieron los partidos. Al principio no eran más que partidos de notables, pero cuando dieron paso a los partidos de masas, éstos consiguieron ser un instrumento de organización eficaz de una clase económica determinada (asalariados). Sin embargo, estas organizaciones evolucionaron hacia los partidos conocidos como catch – all (“atrapalotodo”) y se pensó que un mismo partido podía representar a gente de diferente condición. Este cambio transformó los partidos en una mera maquinaria electoral, dirigida a la captación indiscriminada de votos. Estos partidos no se podían ya sufragar solo de sus afiliados, por lo que tuvieron que recurrir al propio Estado. Katz y Mair, prestigiosos politólogos, resumieron la consecuencia de esto:“Los partidos pasan a ser absorbidos por el Estado, dejando de ser meros intermediarios entre la sociedad civil y el Estado. Habiendo anteriormente asumido el papel de tutores, más tarde de delegados, y después, en el apogeo del partido catch – all, de empresarios, los partidos se han convertido en agencias semi – estatales”.
Entonces, si ya no son intermediarios o representantes de la sociedad civil (ciudadanos) frente al Estado, ¿a quiénes representan? Los ciudadanos votan a estos partidos políticos, pero en realidad existe otro proceso que está por encima de este. Una minoría dentro de estos partidos (jefes de partido) sitúa en las listas electorales a aquellas personas de confianza, los cuales (si son elegidos) se encargarán de representar al partido en las instituciones estatales (no a la ciudadanía). Con el único deber de responder frente a esos jefes de partido. Es decir, los ciudadanos eligen a los partidos, pero sus listas ya han sido previamente preconfiguradas por otros, por tanto el poder pertenecerá de hecho a quienes han diseñado esas listas. Motivo por el cual, importa poco que sean listas abiertas o cerradas, si éstas han sido creadas en el círculo cerrado de los partidos.
El problema, es que estas organizaciones son los elementos indispensables de a lo que hoy se llama democracia. Las cuales no suelen compartir el poder, huyen de fórmulas que puedan implicar a la ciudadanía en los asuntos de Estado. Esta dinámica merma la esencia propia de la democracia. Almond y Verba, conocidos sociólogos, destacaron en su estudio sobre la Cultura Política, el cual tampoco pretendía ser en modo alguno revolucionario, que si el modelo democrático del Estado de participación pretende desarrollarse en nuevas naciones, será necesario algo más que las instituciones formales. Citando como éstas las siguientes: el sufragio universal, los partidos políticos y la legislatura activa. Llegan a señalar incluso que dichas instituciones se encuentran también en los modelos totalitarios de participación.
El sistema político español lleva la incongruencia un paso más allá. En sus elecciones legislativas, porque no existen elecciones presidenciales, se eligen, en teoría, los diputados y senadores que conformarán el poder legislativo. Pero finalizado el proceso, el partido ganador de estas elecciones se puede adjudicar también otro poder diferente como es el ejecutivo ¡presidiendo dicho poder el cabeza de lista que el partido presentaba a las legislativas! Montesquieu destacaba claramente que estos dos poderes debían nacer de procesos diferentes, para asegurar una verdadera independencia. Pero, en España los ganadores de un solo proceso electoral podrán concentrar, prácticamente, los tres poderes para sí (porque también tendrán una alta cuota de representación en el poder judicial). Eso tiene un nombre y se llama despotismo. Por lo que la conclusión es sencilla; el sistema electoral español fomenta el despotismo. Sea cual sea el partido que gane los comicios concentrará un poder que sin duda debería hallarse repartido.
Por lo tanto, se puede concluir que siempre habrá una minoría organizada que ejercerá el poder. Que los actuales regímenes representativos, parten de la premisa de que la voluntad de los ciudadanos puede ser representada por unas personas puestas por unas organizaciones políticas, que deberían mediar entre la sociedad civil y el Estado, pero que son dependientes de éste. Entonces, lo importante en cada elección no es tanto que partido va a gobernar, aunque lo cual tampoco resulta irrelevante. Lo que se encuentra en juego es si los ciudadanos van a renovar su aprobación del sistema mediante el depósito de sus votos. La acción de ejercer el voto en las elecciones implica la conformidad con las reglas de juego político. De hecho, es el único mecanismo de legitimidad que puede encontrarse en estos regímenes. Cada proceso electoral se presenta implícitamente como un plebiscito de aprobación o de rechazo al régimen. Si existiera una alta tasa de abstención, se deduciría que la ciudadanía rechaza el sistema político y que exige otro distinto. Esa es la razón por la que los participantes (políticos) del régimen temen y demonizan a la abstención, porque otro sistema podría implicar su desaparición del panorama político.
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